Cada día, en cualquier campo de la vida, las modas propagadas por las redes sociales y los nuevos medios de comunicación van ampliando su importancia y su influencia sobre nosotros. Parte de esa influencia se ejerce sobre nuestra forma de llamar a las cosas que nos rodean. Vamos a ocuparnos, en especial, de las plantas.
Los nombres comunes de las plantas, denominados fitónimos, tienen una gran importancia en el conocimiento del vocabulario de las sociedades humanas. En ellos queda plasmada la historia de la sociedad que los usa, sus conocimientos científicos, sus relaciones con otros pueblos, y, en general, su forma de ser y de pensar.
Toda esta información queda encapsulada en términos como sábila o zabila, nombre de procedencia árabe con el que se designa a una especie del género Aloe, Aloe vera, muy empleada en medicina popular para curar afecciones de la piel. Este fitónimo, registrado por primera vez en castellano por Antonio de Nebrija en 1495, es usado actualmente en todo el ámbito panhispánico.
Todo esto queda olvidado si usamos el término aloe para llamar a esta planta, como está ocurriendo en las redes sociales, productos de belleza, bebidas, alimentos, etc. Y es solo un ejemplo, que podríamos ampliar con las innumerables plantas con nombres indígenas americanos que utilizamos todos los días sin darnos cuenta: aguacate, maíz, tomate, etc.
Esta riqueza cultural está en peligro. Y lo está por culpa de algunas informaciones que utilizan términos ‘raros’, extraños al idioma, para llamar a lo que en realidad mucha gente conoce.
Del latín al nombre común
Esto ocurre de la siguiente forma: una persona que dice saber mucho de jardinería o de nutrición se encuentra con una planta que no conocía y que tiene un gran potencial como ornamento o como alimento. Inmediatamente empieza a escribir sobre ella en una revista divulgativa, escribe un libro o una página web, blog, y se enfrenta a la difícil tarea de nombrarla. ¿Qué hace? Tiene varias posibilidades: utilizar un nombre que conozca, y, si no, el nombre científico que todos los organismos vivos conocidos tienen.
Pero los ‘latinajos’ que representan los nombres científicos parece que no dan bien en los textos divulgativos y, por tanto, lo que se suele hacer es transformar estos nombres científicos en comunes. Como el experto en jardinería o en nutrición no es lingüista ni lo intenta ser, en la mayoría de los casos toma la segunda vía, creando nombres comunes a partir de los científicos.
Esto inicia una pugna entre el nombre común tradicional, o los nombres que perviven en el habla popular, y el nuevo nombre, más chic, que se expande a través de las redes sociales y que, lamentablemente, suele acabar imponiéndose.
El problema de adoptar nombres científicos como comunes no lo es si esta planta carece de un nombre preexistente. Eso ha ocurrido muchas veces y sin víctimas. Por ejemplo, en el caso de los eucaliptos. Cuando se empezaron a plantar estos árboles australianos en el resto del mundo nadie tenía un nombre para esos colosales ejemplares, por lo que todos acogieron perfectamente la popularización de su nombre científico Eucaliptus. Hubiese sido más lógico utilizar el nombre aborigen de este árbol, por ejemplo wandoo, nombre australiano con el que se designa a varios eucaliptos de corteza blanca, pero se tomó el camino fácil y no se indagó en este aspecto.
Parejas mal avenidas
Con algunos ejemplos de esta pugna y del daño que pueden causar a nuestro acervo lingüístico y cultural puede entenderse mejor el problema.
La palabra alquequenje es un arabismo en el español. Se utiliza para denominar a varias plantas que tienen unos frutillos rojos o anaranjados, rodeados de una cápsula papirácea formada por el cáliz de la flor (Physalis alkekengi, Ph. peruviana).
En la edad antigua designaba a una especie euroasiática, y con el descubrimiento en las tierras andinas americanas de una planta similar, se amplió su significado para incluir a la misma. Es un término con siglos de antigüedad que nos habla del intercambio de alimentos y medicinas entre Asia, Europa y América, y de la importancia de los árabes en ese tránsito.
En América se conoce también con otros nombres: topeporete, uchuva y uvilla, entre otros muchos, unos indígenas y otros no, que nos dejan ver la heterogeneidad de lenguas y culturas de la América hispana.
Pues bien, parece que estos fitónimos no gustan a la gran cantidad de personas que fomentan su uso a través de las redes y han preferido llamarle simplemente fisalis, derivado del nombre científico, que hace alusión, en griego, a la forma de vejiga de su fruto.
Pascuas, flor de pascua y poinsetia
La flor de pascua es una de las plantas más populares y conocidas de la jardinería procedentes del Nuevo Mundo. Su imagen es un símbolo mundial de las fiestas navideñas, como lo puede ser la figura de los renos de Papá Noel, o el árbol de Navidad. La coincidencia de su floración con este momento del año ha hecho posible esta relación entre planta y tradición.
Pues tampoco parece que sea un fitónimo del gusto de muchos autores mediáticos, que últimamente prefieren llamarla poinsetia, derivado de uno de los nombres científicos que se emplea para denominar a la planta, Poinsettia pulcherrima. Es un nombre dado en honor al primer embajador de Estados Unidos en México, de apellido Poinsett, que introdujo la planta en su país. Poco nos dice este nombre de la planta que designa.
Cheflera o chiflera
Este fitónimo es el que se emplea de unos años a esta parte para denominar a una planta muy usual en jardinería, caracterizada por tener las hojas compuestas, palmadas en el extremo de su peciolo, formando como un paraguas, Schefflera arboricola.
Su origen es asiático, de Taiwán y la isla de Hainán. El nuevo fitónimo procede de la vulgarización del nombre científico antes señalado y creado con el apellido de un botánico alemán del siglo XIX, Scheffler. También recibe el nombre de árbol paraguas, quizá más adecuado, o al menos, ‘inofensivo’.
Esta designación no entra en competencia con otro fitónimo tradicional, ya que la planta no es conocida desde antiguo por los hablantes de español, pero existen otras interferencias no menos importantes con otros términos del idioma.
En Bolivia la palabra significa ‘Mujer que vende amuletos, hierbas medicinales y productos para brujería’. En español chifla significa, entre otras cosas, ‘especie de silbato’, y chiflar es ‘silbar, mofarse, o perder las facultades mentales’. Y ni esta planta silba, ni está loca, ni vende amuletos en una tienda de La Paz.
La diversidad de las expresiones culturales
Y estos son solo algunos ejemplos, a los que podríamos añadir los fitónimos pita, pitera o henequén, hoy sustituidos por agave, o chumberas, tuneras, nopales, hoy denominadas en las redes muchas veces como opuntias.
La riqueza de las palabras no está únicamente en el número de estas, si no en lo que nos explican de nuestro pasado, nuestra cultura y de cómo somos. Si lo que se intenta con la producción de estos nuevos nombres es hacer accesible a todo el mundo la información, evitando los localismos, hay que pensar que ese papel ya lo juegan los nombres científicos.
Tal como nos dice la Convención sobre la protección y la promoción de la diversidad de las expresiones culturales de la UNESCO, es importante entender que la diversidad lingüística es un elemento fundamental de la diversidad cultural, y que los procesos de mundialización, facilitados por la evolución rápida de las tecnologías de la información y la comunicación, constituyen también un desafío para esta diversidad cultural.
Lo local y lo global no son excluyentes, al contrario, deben ser complementarios. La globalización no puede ser disolvente, ni el localismo puede ser estrecho. Si olvidamos nuestro léxico, si no lo usamos, perdemos parte de lo que somos.
María-Teresa Cáceres-Lorenzo es profesora e investigadora de la ULPGC, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria
Marcos Salas Pascual es investigador asociado al Instituto de Estudios Ambientales y Recursos Naturales, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria
Este artículo se publicó originalmente en The Conversation.